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AGOSTO

CARTA ENCÍCLICA LAUDATO SI’ DEL SANTO PADRE FRANCISCO SOBRE EL CUIDADO DE LA CASA COMÚN
1. «Laudato si’, mi’ Signore» – «Alabado seas, mi Señor», cantaba san Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba»
Para leer la Encíclica entera descargarse el documento de este enlace Encíclica Papa Francisco
 

 
JUNIO

INUNDACIÓN
Dios cuenta con nosotros para solucionar el mal que hay en el mundo. Colaborar con Él es hacer que este milagro sea posible. Dios hace milagros cada día a través de las personas y los acontecimientos de una forma natural. No quiere realizar acciones espectaculares porque es respetuoso con nuestra libertad y no quiere alterar nuestra vida. Él nos ha dado los medios para solucionar muchos sufrimientos del ser humano. Es cuestión de descubrirlo, confiar y colaborar. Es lo que expresa este cuento:
 
Resulta que hay unas inundaciones y un hombre se queda en lo alto de un campanario totalmente aislado. Pasa toda la mañana y por la tarde llega una barca:
– ¡Oiga! suba que le llevamos.
– No gracias, tengo fe en Dios y estoy seguro que él me salvará.
– ¿Está seguro?
– Sí, sigan que Dios me salvará.
Pasa toda la noche y al día siguiente pasa a su lado una lancha:
– ¡Eh, oiga! suba que le llevamos.
– No, no hace falta. Soy muy devoto y Dios me salvará.
Y los de la lancha deciden no insistir. Sigue pasando el tiempo y por la tarde llega un helicóptero de la Guardia Civil, otra vez la misma conversación:
– ¡Ehhhhh! ¡El del campanario! ¿Necesita ayuda?
– No, gracias. Confío en Dios y él me salvará.
La Guardia Civil se va después de haber intentado razonar con él y esa noche vuelve a subir el nivel de las aguas y el hombre se ahoga. Cuando va al cielo se encuentra con Dios y le dice:
– ¡Señor, Dios mío! ¿Por qué no me has ayudado?
– ¡¿Qué no te he ayudado?!… te mandé una barca, una lancha, un helicóptero…
 

 
MAYO

SIEMPRE ES PENTECOSTÉS
Podemos pensar que aquellos hombres a los que el Resucitado enviaba por aquellos mundos de Dios eran distintos a nosotros.
Podemos creer que todos, sin excepción, vestían el traje de la perfección
Podemos cerrarnos en que eran tan tocados y elegidos por Dios que no había resquicio alguno para la duda ni para la desesperanza, para el pecado o la deserción.
Podemos quedarnos ahí y llegar a equivocarnos con esa imagen idílica de lo que fueron y, tal vez, no lo fueron tanto.
 
1.- Uno, cuando mira por la ventana de la Palabra de Dios, concluye que aquellos sobre los que el Espíritu descendía en aquel primer Pentecostés estaban tan traspasados de dudas como actualmente lo podemos estar nosotros. Tan llenos de miserias como de contradicciones nuestra misma vida. Tan condicionados por las debilidades como nosotros inmersos y atacados por el vacío espiritual que lo invade todo y lo penetra todo.
2000 años después de aquel tiempo inaugurado por el Espíritu Santo, el tiempo de la Iglesia, seguimos con las mismas luchas y con los mismos condicionantes para vivir como testigos del Resucitado.
Unos quieren vivir esa experiencia al margen de la iglesia. La ven como algo desfasado y cerrada en sí misma. Como que, hace tiempo, que dejó de escuchar la voz del Espíritu que le llama a la renovación personal y comunitaria.
Otros, aun siendo conscientes de sus limitaciones y traiciones al espíritu del Evangelio, la queremos porque sabemos que si la Iglesia fuese perfecta y santa al cien por cien no tendríamos cabida en ella y, porque la sentimos tan nuestra, trabajamos y nos desvivimos hasta la muerte por lo que es grande en ella: JESUCRISTO
 
2. Hoy, en Pentecostés, damos gracias a Dios por esta gran casa en la que todos tenemos un sitio y algo que ofrecer y realizar: LA IGLESIA.
 
-Una iglesia que se hace fuerte e irrompible cuando siente y se agarra a la COMUNIÓN de hermanos en la misma fe y unidos por la misma esperanza

-Una iglesia que se lanza al futuro sin miedo alguno sabiendo que lleva entre manos la mayor riqueza que el mundo puede esperar: EL EVANGELIO
-Una iglesia que habla sin tapujos, sin vergüenza y que, precisamente por ello, su mensaje hará que salten chispas cuando puede más la sinrazón que el sentido común, la banalidad de las cosas que la dignidad humana, el personalismo más que lo comunitario, el cosmos más que el propio hombre.
-Una iglesia que no le importa mirar de reojo pero con acierto a los orígenes de su nacimiento: en aquel alumbramiento la comunión de bienes y el perdón, la fraternidad y la alegría, la valentía y la audacia para presentar a Jesucristo, etc., rompieron esquemas y tradiciones, corazones y modos de vida.
-Unos hombres y mujeres que llamaban la atención y que fueron formando esa gran familia que ha llegado hasta nuestros días. ¿Por qué hoy nuestra iglesia brilla más por el esplendor de su riqueza artística que por el estilo de vida que muchos cristianos no llevamos dentro de ella?
 
Pentecostés… a los cincuenta días entonces, y 2000 años después, es un soplo que nos viene bien para lanzarnos como iglesia a la conquista de ese mundo tan duro para entender y comprender, vivir y amar las cosas de Dios.
 
Pentecostés con todo lo que la Iglesia ha sido y es supone un abrir de par en par la creatividad de todo creyente para que el mensaje de salvación de Jesucristo no quede clavado entre las cuatro paredes de una sacristía o de un templo.
 
Pentecostés con nuestras fatigas e incoherencias nos infunde aires nuevos y bríos nuevos, ganas e ilusión, compañía y fortaleza, honestidad y transparencia, vitalidad y ansias de conquistas para Dios.
 

 
FEBRERO

CUARESMA PAPA FRANCISCO
«Fortaleced vuestros corazones» (St 5,8)
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co. 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn. 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos.
Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre.
Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta la puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co. 12,26) – La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn. 4,9) – Las parroquias y las comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (Lc. 16,19-31).
Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St. 5,8) – La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye una llamada a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón.
Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.
 

 
ENERO

«Una Iglesia sin fronteras, madre de todos»
 
Queridos hermanos y hermanas:
Jesús es «el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 209). Su solicitud especial por los más vulnerables y excluidos nos invita a todos a cuidar a las personas más frágiles y a reconocer su rostro sufriente, sobre todo en las víctimas de las nuevas formas de pobreza y esclavitud. El Señor dice: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,35-36). Misión de la Iglesia, peregrina en la tierra y madre de todos, es por tanto amar a Jesucristo, adorarlo y amarlo, especialmente en los más pobres y desamparados; entre éstos, están ciertamente los emigrantes y los refugiados, que intentan dejar atrás difíciles condiciones de vida y todo tipo de peligros. Por eso, el lema de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado de este año es: Una Iglesia sin fronteras, madre de todos.
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